Cuando la maldad se normaliza en lo cotidiano

La maldad. Un concepto que evoca imágenes extremas, pero que también se filtra en lo cotidiano de formas sutiles y, a veces, imperceptibles. En ocasiones anteriores hemos reflexionado sobre su vínculo con ciertos rasgos de personalidad, como los que conforman la llamada Tríada Oscura, ayudándonos a caracterizar los comportamientos compatibles con la definición de maldad.

Hay dos factores principales que influyen en los comportamientos de esta naturaleza: el contexto y el nivel de autoconciencia. Mientras que en personalidades profundamente configuradas por la Tríada Oscura el margen de cambio es limitado, sólo cabría la contención, para el resto de las personas, estas dimensiones abren puertas hacia la transformación. La buena noticia es que, si no hay patologías subyacentes o trastornos de personalidad, podemos elegir—con mayor o menor esfuerzo—caminar hacia la bondad.

Contexto: el molde de lo cotidiano

El lugar donde vivimos, trabajamos o interactuamos con otros, condiciona profundamente nuestras actitudes. Imaginemos un ambiente laboral hostil: jerarquías rígidas, ausencia de participación, decisiones que se rigen únicamente por criterios materiales. ¿Qué sucede allí? Las personas, con el objetivo de «sobrevivir», suelen adaptar sus comportamientos a ese entorno, replicando las actitudes que lo perpetúan. Este fenómeno no solo afecta el bienestar individual, sino que también erosiona la ética colectiva.

El contexto, entonces, no solo influye, sino que puede ser determinante. No es casualidad que en lugares donde predominan valores como la corrupción, la mentira, la competitividad desleal, el exacerbado valor de lo material, la violencia, la agresividad, etc., se viva o perciba como un entorno hostil que condiciona decisivamente el comportamiento de las personas que lo habitan.

La presión que pueden sufrir las personas en un contexto negativo está avalado por uno de los experimentos más famosos del siglo XX, el realizado por Stanley Milgram, en 1961, y que demostró la predisposición de las personas a obedecer las órdenes de una figura de autoridad, sea individual o social (gregaria), aunque fuesen en contra de su conciencia. En el experimento, varias personas voluntarias eran animadas a emitir descargas eléctricas sobre otras.

En aquel experimento, se demostró cómo las personas podían infligir daño a otros simplemente por obedecer una figura de autoridad. Aunque las descargas eléctricas no eran reales, la disposición a administrarlas sí lo era. Este estudio refleja algo inquietante: bajo presión, en un contexto de maldad legitimada, podemos actuar en contra de nuestra propia conciencia.

Phillip Zimbardo, con su famoso Efecto Lucifer pone de manifiesto, también, la vulnerabilidad de las personas ante la maldad. En sus investigaciones se pone en evidencia cómo las dinámicas de grupo llevan a las personas a cometer actos malvados contra terceros. Ejemplo de ello los encontramos en malas prácticas corporativas, estados dictatoriales o genocidios organizados. Pero esta tendencia la podemos encontrar también en contextos más cotidianos, sin necesidad de acudir a situaciones extremas como las comentadas. Uno de los experimentos más famosos que utilizó Zimbardo para demostrar su teoría sobre el “Efecto Lucifer” fue la cárcel de Satnaford, por todos conocido.

Estos experimentos demuestran la posibilidad que tiene una persona integrada socialmente, sin trastornos de personalidad y sin patologías de desarrollar rasgos conductuales dañinos, sólo por la presión del ambiente.

Hay sociedades o momentos históricos en los que esta tendencia resulta elocuente. Creo que estas situaciones se dan sobre todo en momentos de crisis o de decadencia de una civilización (cambio estructural de una sociedad). Pero hay quien puede dejarse llevar por la inclinación al mal, y quien puede optar por suprimirlo y luchar contra él. Así, podríamos decir que todos los seres humanos tenemos inclinación al mal, pero no todos caerán en la tentación, incluso lucharán y serán ejemplo contra ella.

¿Qué elegimos ser en contextos difíciles?

Frente a un contexto hostil, las personas suelen optar entre tres caminos: adaptación, huida o resistencia.

  • La adaptación implica aceptar las reglas del juego, aunque estas fomentan actitudes dañinas.
  • La huida, por otro lado, puede ser una respuesta protectora, pero también un acto de valentía. Ya sea abandonar un trabajo tóxico o emigrar de un país plagado de violencia y corrupción, a veces el instinto de supervivencia nos empuja a buscar un entorno más humano.
  • La resistencia como actitud que no sucumbe a la tentación del mal, convirtiéndose en luz frente a la oscuridad.

Es aquí donde entra en juego el segundo factor: la autoconciencia

Autoconciencia: la brújula interna

Si el contexto moldea, la autoconciencia nos ofrece una vía para romper con el molde. Es más que un conocimiento superficial de uno mismo; es una conexión profunda con nuestras intenciones, valores y emociones, capaz de trascender lo puramente individual, superando de forma definitiva el ego.

Sin autoconciencia, corremos el riesgo de actuar impulsados ​​por instintos o por las corrientes sociales del momento. Desde el aislamiento que fomentan las redes sociales hasta la seducción del consumismo o el individualismo exacerbado, vivimos rodeados de fuerzas que pueden apagar nuestra empatía, encerrándonos al festival del egocentrismo.

¿Cómo podemos cultivar la autoconciencia?

El desarrollo de la autoconciencia no es un proceso automático; requiere intención y práctica. En nuestras vidas personales, y también en el acompañamiento profesional que realizamos—ya sea en contextos terapéuticos, educativos o sanitarios—es clave fomentar hábitos que invitan a la reflexión y a la conexión con nuestro interior.

Este tema da para mucho más, y en futuras reflexiones abordaremos estrategias específicas para cultivar esta capacidad. Por ahora, basta con reconocer que tanto el contexto como nuestra propia conciencia, son campos de batalla en los que se definen si nuestra vida será un reflejo de bondad o de indiferencia autómata que puede llegar a desarrollar actitudes dañinas para los demás.

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