Según la encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), que ha publicado su barómetro de octubre, el 21 % de los españoles ven con buenos ojos el franquismo. Y también según los estudios del CIS, al 38% de los españoles menores de 24 años no les importaría vivir en un régimen “poco democrático”, si eso garantiza una supuesta “mejor calidad de vida”.
Estas realidades han causado estupor y revuelo en varios medios de comunicación. Y en los que se han buscado distintas causas o motivos impulsores de esta tendencia, desde la perspectiva de los contenidos curriculares educativos, bien sea por el escaso conocimiento de nuestra historia reciente o porque en ocasiones se obvian unos hechos y se ensalzan otros.
Sin embargo, considero que la causa de estas tendencias, es mucho más profunda y tendría más que ver con el ámbito de las creencias y de la identidad que nos configuran como sociedad o como individuos.

José Antonio Marina, entre otros, en su libro “La vacuna contra la insensatez”, pone de manifiesto cómo las capacidades cognitivas y afectivas provocan distorsiones o fallos que nos conducen a una toma de decisiones erróneas.
Es algo natural en el ser humano que las creencias que configuran nuestras identidades estén bloqueadas o blindadas, siendo una esfera que difícilmente acepta cambios o adaptaciones.
Y es que la neurociencia, cada vez más, nos confirma que la inteligencia humana no tiene un diseño perfecto y es fruto de la acumulación de distintas soluciones locales y temporales1 que provocan distorsiones y errores de percepción y, por lo tanto, afectan a los procesos de toma de decisiones. Aunque también el propio cerebro humano, ante los problemas que causan estos fallos de diseño, impulsa la búsqueda de soluciones en un afán de superar las limitaciones.
La tribu es uno de los pilares de nuestra identidad. La tribu podría identificarse con una profesión, la religión, la música, un movimiento o la ideología política. Normalmente las personas nos identificamos con una tribu que da sentido a nuestra vida y nos guía en la interpretación de la realidad. Esta identificación funciona como un “marco de sentido” que hay que proteger. Así, cualquier opinión que contradice las creencias definidas por la tribu, se viven como ataque o amenaza hacia nuestra identidad, son creencias que configuran el núcleo de nuestra personalidad. Estas creencias identitarias difícilmente activan las zonas cerebrales que tienen que ver con la flexibilidad cognitiva.
Por ello, contra el fanatismo no cabe la argumentación. Se da la paradoja de que, al intentar argüir razones para convencer a un fanático, lo que conseguimos es todo lo contrario, reforzar sus ideas.

Es aquí, donde quizá se explica el crecimiento de la xenofobia, de actitudes contra la igualdad de género o el apoyo a propuestas políticas de corte totalitario, entre otras. Se trata de una reacción a propuestas políticas que estos sectores sociales viven como atentado a su identidad, bien sea nacional, religiosa, cultural o de orientación sexual.
Pero cuidado porque también en ámbitos políticos que podríamos identificar como izquierda, nos encontramos con actitudes fanáticas o dogmáticas y con tendencia a la imposición. Esta tendencia se refuerza porque ambos grupos ideológicos se creen en posesión de la verdad, concepto que pertenece al ámbito de las creencias y de la identidad.
Por otro lado, debemos tener en cuenta que ha habido un debilitamiento de las estructuras que permitían la educación no formal, en aspectos que tenían que ver con valores y que ayudaban a construir identidades más sólidas basadas en conceptos universales. Las familias han abandonado prácticamente su función educativa no formal de áreas como el carácter o la identidad. Espacios de educación no formal como los centros de tiempo libre, asociaciones juveniles, etc., se han reducido a la mínima expresión, al menos los que basaban su intervención en un ideario y abordaban la educación desde la definición de modelos de persona configurada por valores universales. Los procesos educativos enfocan sus propuestas desde planteamientos puramente técnicos, productivos o de rentabilidad. Este tipo de educación fortalece identidades que se identifican con un yo individual materialista o con la tribu, corporativismo.
Por otro lado, los medios de comunicación y las redes sociales basan su comunicación en mensajes cortos y esteriotipados, imposibilitando los análisis complejos. Además, por el sesgo de confirmación, tendemos a escuchar únicamente aquellos mensajes que encajan con nuestras creencias, lo cual acentúa el enrocamiento y distrofia del ego.

Al fundir creencias con identidad, acabamos defendiendo nuestra identidad, no nuestras creencias. Por ello, contra el fanatismo o la polarización política no caben argumentos o más educación formal de conocimientos. Será necesario articular otro tipo de estrategias que ayuden a activar los lóbulos frontales de nuestro cerebro para estimular una mayor flexibilidad cognitiva. El objetivo sería que a través de la duda o de la curiosidad los “marcos epistemológicos” dejaran de ser inmunes al cambio, recuperando la humildad de conocimiento y poniendo en duda nuestra verdad (relativismo) para buscar y recuperar la Verdad. Existe una larga tradición filosófica en la que la duda se considera el origen del conocimiento. Aristóteles afirmó que “la duda es el principio de la sabiduría”. Sócrates, “Sólo sé que no sé nada”. Descartes popularizó la “duda metódica”. Si pusiésemos en duda nuestras creencias, quizá nuestra verdad podría parecerse cada vez más a la Verdad.
No deberíamos permitir que las “creencias culturales o de tribu” interfieran en la interpretación de la realidad o en el juicio político. Sin embargo, hoy en día surgen con fuerza “marcos epistemológicos” que favorecen la insensatez, generalmente identificados como fundamentalistas o dogmáticos, ya sean de corte religioso, político, de identidad o cultural, etc. Estas visiones fundamentalistas generan lecturas erróneas de la realidad.
En este punto deberíamos introducir la teoría de la conciencia evolutiva22. Ya que lo que podría provocar que sociedades enteras o las personas queden varadas en este tipo de fundamentalismos, es la incapacidad para superar niveles de conciencia, propios de la adolescencia, en los que el ego tiene un protagonismo importante, con emociones predominantes como el deseo, anhelo de lo material, o la ira, provocada por la frustración al no conseguir satisfacer sus deseos materiales o de prestigio y reconocimiento. Superadas estas dos emociones lo que se logra es el orgullo de ser. Por ello, descubrimos personas cuyo afán es la autoafirmación desde elementos externos como el tener o pertenecer a una tribu, pero que les impide trascenderse para alcanzar mayores cotas de autoconciencia.
No superar niveles de conciencia identificados con el ego, podría reforzar la tendencia a sacrificar la libertad por tener garantizado un nivel de vida aceptable y la seguridad personal o de los bienes.

Como podemos apreciar, la configuración de la identidad, desde este punto de vista, estaría muy relacionado con los niveles de las necesidades humanas: materiales, de seguridad, de relaciones, de participación y de conceptos universales como belleza, justicia, amor, la bondad.
El yo individual tiene un apego importante a la materialidad. El ego configura su identidad con elementos externos, normalmente materiales, por ello un ego hipertrofiado buscará satisfacer sus necesidades con satisfactores materiales, identificándose con ellos.
El grupo, la tribu, tendría más que ver con la seguridad y las relaciones, sería el yo local, la comunidad de iguales. También el ego busca su identidad con el reconocimiento, el prestigio, sentirse parte de una comunidad, por lo cual tenderá a desarrollar vínculos con grupos que le den sentido e identidad. Un ego hipertrofiado tenderá al dogmatismo o fundamentalismo en mataría de opciones políticas, constructos nacionales, identidades corporativas (profesionales, de estatus, etc.), identidades culturales (musicales, movimientos sociales, etc.) o de identificación (orientación sexual, grupos sociales, etc.)
Por último, el yo universal tendría que ver con los valores universales de la belleza, la justicia, el amor o la bondad. Aquí el ego se transciende a sí mismo y se conecta con realidades que van más allá de él, la humanidad, la historia, el planeta o la transcendencia espiritual.
Este planteamiento nos explica el comportamiento tanto individual, como social en cuanto a egoísmo, corporativismo o universalismo. No se trata de buscar contrarios, sino de configurarnos en círculos concéntricos que nos ayuden a transitar desde el centro del yo individual, al comunitario o al universal, teniendo en cuenta que ninguno es prescincible, ni superior, sino que deben dialogar entre ellos en equilibrio y retroalimentarse. El problema es que la persona o sociedades enteras se queden bloqueados en uno de ellos.
Además, debemos tener cuidado porque podemos sufrir regresiones o convivir en distintos niveles de conciencia según las diferentes áreas que nos configuran como personas o como sociedades. Y eso lo pueden provocar los fallos cognitivos propios de la inteligencia humana.

¿Cómo podemos abordar los problemas actuales de polarización política y otros fundamentalismos, si la clave no es la educación formal de conocimientos?
En primer lugar, ayudar a la identificación de las trapas cognitivas que puede sufrir nuestra inteligencia3. Y, en segundo lugar, promover la construcción de identidades evolucionadas, basadas en esferas de trascendencia e identificadas con valores universales: belleza, justicia, amor y bondad. Ello nos ayudará a controlar el ego, evitando alimentarlo materialmente o con identidades locales de tribu, como antídoto para su hipertrofia.