Esta mañana, un tertuliano de televisión se preguntaba cómo era posible que personas que ocupan cargos políticos en la actualidad pudieran ser perfectamente los villanos perseguidos en una de las películas de James Bond. Era una pregunta retórica, planteada posiblemente en referencia al tablero político internacional que vivimos hoy en día.
Al margen de las argumentaciones políticas esgrimidas hasta la saciedad por politólogos e, incluso, por los propios protagonistas de la escena política estatal e internacional, me gustaría centrarme en otra perspectiva, basada en claves que ya he mencionado en otras ocasiones y que tienen más que ver con la naturaleza humana que con las opciones políticas.

Uno de los orígenes del problema podría radicar en que, normalmente, las personas con un alto índice de integridad, coherencia y orientación al bien común creen que todos los demás actuarán también con integridad si son tratados de la misma manera o que, al menos, pueden cambiar mediante argumentos o educación.
Personalmente, creo que los seres humanos somos buenos por naturaleza, pero también que existen personas que, por naturaleza, no lo son. Y es precisamente esta tendencia a pensar que todos podemos ser buenos la que genera las distorsiones que vivimos hoy en día y que han existido a lo largo de la historia.
Esta realidad profunda del ser humano se ha manifestado siempre. A lo largo de la evolución hemos crecido en humanidad —entendida como conocimiento, cooperación, solidaridad, sensibilidad y creatividad positiva—, pero este crecimiento no ha sido lineal. Se ha dado en ciclos de avance y retroceso, lo que refuerza la sensación de que la historia se repite.
Recientemente, cité en redes sociales una frase atribuida a Sócrates, del año 350 a.C.: «Si das a cada persona un voto igual para determinar la verdad, las personas que no son íntegras destruirán la sociedad». Curiosamente, este tuit no recibió ningún comentario ni siquiera un «me gusta». Posiblemente, su significado no se entendió fuera de contexto.
Evidentemente, no es un ataque a la democracia ni al voto universal. Todo lo contrario. Lo que podemos interpretar con esta afirmación es que la verdad no debe valorarse según pareceres o intereses particulares. La verdad es verdad. No existe «mi verdad» o «tu verdad»; lo que sí existen son puntos de vista, pero estos no deberían elevarse al rango de verdad absoluta.

También circula en redes un vídeo de José Antonio Marina en el que plantea a sus alumnos la siguiente pregunta: «¿Consideráis que todas las opiniones son respetables?» Y con gran acierto responde que lo que merece respeto son las personas, pero no necesariamente todas las opiniones.
¿Qué está ocurriendo hoy en día? Resulta evidente que la realidad está siendo manipulada y tergiversada por aquellas personas a las que aludía Sócrates hace más de 2.000 años: las personas no íntegras. Y esta manipulación nos está conduciendo a la destrucción de nuestra sociedad tal como la conocemos, al igual que ocurrió en la década previa a la Segunda Guerra Mundial. En ambas épocas, las personas sin integridad han encontrado el contexto ideal para tomar el control de las estructuras fundamentales de la sociedad: cultura, política, economía, educación y comunicación.
No profundizaré en cómo se han dado estas circunstancias, ya que daría para desarrollar una tesis doctoral. Sin embargo, sí me gustaría destacar algunas de las razones por las que el mundo occidental atraviesa una grave crisis cultural. Esta crisis se caracteriza por la consolidación de contravalores opuestos a aquellos que han sustentado las democracias occidentales desde la Segunda Guerra Mundial. Lamentablemente, estos contravalores se encuentran en cualquier ideología: la falta de integridad no es exclusiva de un solo ámbito económico, social o político.
Una tendencia preocupante es que muchas personas que acceden a puestos de responsabilidad —ya sea en la política, en empresas, en medios de comunicación o en cualquier sector con influencia social— lo hacen movidas principalmente por su propio interés. Buscan protagonismo, reconocimiento, poder o bienestar material, lo que refuerza un patrón de egoísmo y, en muchos casos, de egolatría. Esta forma de actuar influye silenciosamente en la cultura y en la manera en que nos comunicamos y gestionamos el poder.

Esto se refleja con especial claridad en las redes sociales, donde muchos usuarios se comportan como prototipos de estos perfiles psicológicos. Y esta misma masa social, por identificación, es la que sostiene a quienes llegan a posiciones de poder en diferentes ámbitos.
Si a esto sumamos las profundas transformaciones sociales y económicas derivadas de las crisis encadenadas de las últimas décadas —donde siempre ha habido ganadores y perdedores—, se genera el caldo de cultivo perfecto para que los mensajes tergiversados de personas sin integridad calen en la población más vulnerable o temerosa de los cambios.
Por último, otra dinámica que agrava esta situación es la implementación de políticas no a favor del bien común, sino en contra de las medidas adoptadas por el «bando contrario«. Esta estrategia profundiza la fractura social y el enfrentamiento, trasladando a la ciudadanía la obligación de posicionarse en un lado o en otro. Como resultado, la democracia queda sacrificada en el altar de la ideología, utilizada como juez absoluto de lo que está bien o mal. Esto fomenta una visión maniquea de la realidad, donde cada grupo se considera el «bueno» y da por válidos todos los mensajes y decisiones de su trinchera, incluso cuando contradicen la realidad.

Ahora bien, si alguien cree que la epistocracia (el gobierno de los ilustrados) es la solución, le invito a reconsiderarlo. La frase de Sócrates podría utilizarse para justificar esta idea, pero limitar el voto a las personas más instruidas no nos libraría tampoco de aquellos ilustrados que carecen de integridad.
En cualquier caso, las soluciones a esta crisis son un tema extenso y complejo, por lo que será necesario abordarlas en otro momento.