La persona en el centro

Realidad o ficción

El principio de la persona como centro, viene siendo un valor que ha adquirido un importante protagonismo en numerosos sectores, tanto de empresas como de instituciones. Un principio que se presenta como criterio de gestión organizacional, pero que, en ocasiones, pareciese que se queda en un mero eslogan. Ya que es necesario que dicho principio se traslade a la praxis cotidiana. Por lo tanto, aunque a simple vista nos pueda parecer una realidad, quizá, la mayoría de las veces se convierte en una ficción.

Para defender esta hipótesis me centraré en el ámbito de la inserción socio-laboral que es la que más conozco en este momento, aunque podríamos analizar numerosos casos en el ámbito institucional o empresarial, y en todas sus áreas de gestión.

Es habitual que, en los programas de empleo o proyectos de inserción socio-laboral, los entes promotores declaren, como uno de sus principios rectores, que las personas están en el centro de su actuación. Pero, aunque es una declaración bienintencionada, posteriormente nos encontramos una fractura importante en la praxis que se manifiesta no sólo en los procesos, sino también incluso en la cultura organizacional, hábitos o actitudes a la hora de ejecutar servicios o acciones. Es decir, en las declaraciones institucionales la persona ocupa el centro, pero los intereses de ésta pasan a un segundo plano a la hora de organizar los servicios o a la hora de definir los procesos organizacionales.

Por regla general, los programas de inserción socio-laboral fijan los objetivos que han de alcanzar las personas y el programa en sí mismo, midiéndose su eficacia en función del logro de esos objetivos, siendo el objetivo general, normalmente, la inserción en el mercado laboral. Además, se suelen predefinir de antemano los recursos y actividades que se desarrollarán en su programación para alcanzar dicho objetivo. Hasta aquí todo parece correcto.

El problema viene cuando, para medir el impacto del programa, el peso lo adquieren el número de inserciones en el mercado laboral, lo cual hace que este criterio adquiera la centralidad del programa, organizándose todas las actividades en función de éste. Además, en los indicadores de evaluación también ocupan un papel fundamental los recursos y servicios realizados para alcanzar dicho objetivo. Sin darnos cuenta, acabamos de desplazar del centro de nuestra intervención a las personas, dando prioridad a la inserción en el mercado laboral, por otro lado, objetivo final muy loable. El problema es que este giro del criterio rector afecta de manera decisiva las metodologías que utilicemos, dejando estas metodologías de estar al servicio de las personas y, por lo tanto, poniéndose al servicio del objetivo final.

Se trata de un matiz sutil, pero que determina en grado sumo la orientación de los programas, provocándose en este paso la fractura entre lo que declaramos y lo que hacemos. Así, los recursos o servicios utilizados en estos programas, adquieren el protagonismo central a la hora de ser evaluarlos, cuando en realidad deberían ser meros instrumentos.

Para poder identificar este giro tendremos que hacernos esta pregunta: ¿nuestra metodología está al servicio de las personas o del objetivo final? Por ejemplo, en más ocasiones de las que nos gustaría, acabamos realizando nosotros el currículum vitae a los participantes. Porque es mucho más rápido y eficaz para presentar la candidatura a procesos de selección y, por lo tanto, alcanzar el objetivo final, el acceso al mercado laboral. Sin embargo, resulta incluso perjudicial para promover la autonomía y la autoestima de los participantes, ya que impedimos que sean ellos los protagonistas del aprendizaje y, en el futuro, ya no dependan de alguien que les haga un currículum. Si la persona no tiene un adecuado desarrollo de autonomía, ¿cuánto tiempo tardará en perder su nuevo empleo?

Por ejemplo, otra práctica habitual que nos encontramos es encajar a los participantes en procesos de selección, sin que estén preparados o maduros para enfrentarse a ellos, porque el número de inserciones laborales suele ser tenido muy en cuenta en la valoración o evaluación del programa. Dicho de otra manera, son las personas orientadoras las que les buscan y proponen para los procesos de selección. Dejando, de nuevo, en un segundo plano el protagonismo y la autonomía de las personas. Con lo que posiblemente les estemos abocando a un nuevo fracaso y acentuando su nivel de frustración.

El centro, por tanto, no es la persona y su desarrollo, sino que logre un empleo a toda costa.

Insisto, es un matiz metodológico, porque si en el centro está la persona, nuestra metodología diseñará, conjuntamente con los participantes, los objetivos personales a lograr. Y si estos están bien formulados y son coherente, finalmente se insertará en el mercado laboral y, lo que es más importante, mantendrá el trabajo o encontrará otro por sus propios medios. En cambio, si el centro lo ocupa, desde el principio, la inserción laboral, posiblemente la logremos, pero a costa de no desarrollar a la persona y privarla de ser consciente de su proceso de aprendizaje.

¿Cuál es la alternativa para que realmente la persona ocupe el centro de la actuación? Deberíamos buscar una metodología adecuada como podría ser los procesos formativos o, mejor, de aprendizaje en competencias, ya sean profesionales o habilidades blandas (soft skills). La metodología que deberíamos seguir, se basaría en el perfil competencial de cada persona, partiendo de sus motivaciones e intereses. Un primer paso será siempre medir el autoconocimiento que tiene la persona de sí misma, porque si no hay autoconocimiento cómo vamos a planificar ningún tipo de acción o participación en alguno de los recursos que disponemos.

Por lo tanto, los procesos de aprendizaje en competencias serán los que marquen los indicadores de impacto o evaluación. Y fíjense que hablo de procesos y no de itinerarios porque cuando trabajamos con personas nos encontramos con procesos donde se dan altibajos, progresos y retrocesos, y cuando hablamos de itinerarios pareciera que han de seguir un camino de progresión preconcebido, aunque evidentemente se pueda adaptar a la evolución de la persona.

Digamos que la imagen sería la contraria a un itinerario, la persona en el centro definida por su universo competencial, a partir del cual potenciaríamos su desarrollo, mediante una red de recursos y actividades que iría utilizando en función de su evolución, motivaciones e intereses. Y soportado por un acompañamiento que provoque cambios en su motivación, conducta, habilidades y conocimientos. Un acompañamiento que se convierte en entrenamiento de competencias, promoviendo, a su vez, la autoconciencia del participante. La persona se convierte en el centro motriz de una red de recursos conectados entre sí, para que la persona pueda transitar entre unos y otros en función de sus necesidades.

Los indicadores que establezcamos para medir y evaluar el impacto de los programas o proyectos se basarían, por tanto, en los perfiles competenciales de inicio, y de cómo evolucionen y se sitúen al final de la actuación. Si ponemos a la persona en el centro pocas certezas tendremos a la hora de diseñar el programa. Sólo el número de personas que podemos acompañar y una buena cartera de recursos y servicios disponibles. Y por supuesto, el soporte metodológico que nos permita medir esa evolución competencial en cuanto a la adquisición de nuevas competencias o fortalecimiento de las que ya se tienen.

La objetividad del impacto del programa se centrará, por tanto, en la evolución y los logros que consigan cada una de las personas participantes, cotejados a través de sus perfiles competenciales y adaptados a sus capacidades, motivaciones y fortalezas. Si esto se hace bien, el empleo llegará por sí mismo.

¿Qué garantías nos da un programa con una calendarización de acciones prediseñada, por las cuales han de transitar los participantes sí o sí? ¿Por qué se confía más en programas con un diseño previo en cuanto a número, calendario, pautas fijas y acciones determinadas? ¿En estos casos, es garantía que la persona finalmente acceda a un empleo y sobre todo que lo mantenga? Desde la propuesta que aquí hacemos, cada persona llegará donde llegue, y será positivo si su proceso de aprendizaje, en materia de competencias, es coherente.

Podríamos continuar descubriendo aspectos de diseño y gestión que evidencian una fractura a la hora de poner en práctica el principio de situar a la persona en el centro de las acciones de inserción socio-laboral, pero también en otros ámbitos empresariales o instituciones. Lo importante es que comencemos a evaluar la coherencia del diseño de los programas, servicios o proyectos con los principios rectores o valores que declaramos. Porque la fractura que existe entre ellos y la realidad, tendrá un efecto negativo en la percepción de los mismos que tengan las personas a los que van dirigidos.

¿Quizá tenga esto que ver con la dificultad que se viene observando de conseguir participantes para muchos de estos programas o proyectos?

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