La inserción socio-laboral, cuando la responsabilidad individual falla

Después de la lectura del anterior post habremos asumido la necesidad de introducir en los itinerarios de inserción laboral la dimensión de la responsabilidad individual, en mayor o menor medida, en función de las necesidades que requiera las personas partícipes de nuestras intervenciones.

¿Pero qué ocurre cuando la autoconciencia (autoconocimiento) y, por ende, la responsabilidad individual falla?

Normalmente cuando esto ocurre, se tiende a magnificar la parte de responsabilidad individual y tendemos a olvidarnos de la parte de responsabilidad social que interviene en estos procesos.

La tendencia es pensar que la persona no trabaja porque no quiere, sin tener en cuenta los condicionantes externos a la persona y que están influyendo en su toma de decisiones y comportamientos, induciéndonos a pensar que existe una falta de voluntad por su parte.

Posiblemente y en muchas ocasiones, aunque no siempre, este tipo de situaciones se den en casos de pobreza severa o de grave exclusión, por lo que, es posible que también pensemos que una persona es pobre porque quiere.

La pobreza es una realidad multidimensional y por ello, desde hace tiempo, se prefiere el término exclusión, puesto que contempla dinámicas que van más allá de la carencia de ingresos y, por lo tanto, de recursos económicos. Que una persona no sienta como necesario iniciar procesos de formación, denota ya en sí una realidad de pobreza que va más allá de lo económico. O que abandone un trabajo recientemente iniciado porque considera que su responsable la trata mal. O que provoque una incapacidad laboral transitoria porque concluye su contrato y no le van a renovar.

Resulta, por tanto, fundamental que veamos en profundidad las dinámicas que configuran a la persona, para poder abordar su itinerario de inserción con cierto grado de éxito. Y digo aquí simplemente itinerario de inserción sin apellidos, porque quizá haya situaciones en las que la inserción social no tenga que pasar necesariamente por el empleo.

Y es que, cada vez, con más frecuencia los requisitos que muchas empresas manifiestan para cubrir un puesto de trabajo son “que la persona quiera trabajar y que venga a trabajar todos los días”, independientemente de si buscan a alguien para cocina, para el cuidado de mayores o para un puesto de informática. “Las competencias técnicas o profesionales, ya las aprenderá”.

A la hora de evaluar a una persona que manifiesta las dificultades que estamos comentando, además de su responsabilidad individual, tendríamos que tener en cuenta su trayectoria de vida, su universo relacional, posibles patologías no diagnosticadas o dificultades personales de bloqueo.

En una sociedad donde se impone un ritmo frenético, de gran competitividad, de permanente exigencia y no sólo en el ámbito laboral, puede haber personas que, por distintas circunstancias, no sean capaces de asimilar dichas dinámicas y seguir el ritmo, por lo que fácilmente pueden caer en una escalada de exclusión, en este caso descendente. Y sus manifestaciones pueden evidenciar mecanismos de defensa que les conducirán a posicionarse como víctimas y, por lo tanto, receptoras pasivas de ayudas o, en otras ocasiones, podrían desarrollarse actitudes desafiantes frente a una sociedad que les excluye y les exige a su vez.

Un mercado laboral exigente como el actual puede desencadenar sentimientos de vergüenza, de frustración, de incapacidad que poco a poco hunden a la persona en situaciones de mayor exclusión.

Las políticas activas de empleo enfocadas exclusivamente a procesos formativos en los que las prácticas son un anexo o complemento, están evidenciando una limitación importante ante situaciones de desempleo estructural como los que estamos describiendo. Dichas acciones denotan un importante grado de eficacia para situaciones cercanas al empleo, donde las personas todavía no han perdido competencias clave, como las que hemos descrito en anteriores posts. Sin embargo, para las personas que manifiestan situaciones de desempleo de larga duración y dificultades añadidas, no parecen alcanzar una incidencia positiva importante.

Muchas de estas personas acaban realizando a lo largo de los años numerosos itinerarios formativos, muchas veces obligadas por la contraprestación que tienen que realizar para recibir una ayuda económica, pero la realidad es que el impacto que producen en ellas estas formaciones es muy pequeño.

En este sentido como punto de partida, no siempre se debería pensar en el empleo como la solución que toda persona debe alcanzar para su integración social. Pero no sólo desde el punto de vista de la persona, sino también del propio mercado laboral que va a ser incapaz de absorber estas situaciones de paro estructural, ya que, en algunos casos, será muy difícil que cumplan con las expectativas y necesidades de las empresas. Esta afirmación, por otro lado, no debe suponer la renuncia a fomentar las competencias necesarias que quizá, en un futuro, puedan abrir las puertas a un empleo protegido o no, sobre todo las competencias básicas o transversales que también son un apoyo fundamental en la integración social.

En primer lugar, como ya hemos comentado en otras ocasiones, es necesario establecer un sistema de garantía de rentas básico para cubrir sus necesidades básicas. Estas prestaciones económicas deberían estar desvinculadas de los procesos de inserción social-laboral, no estableciéndose éstos como condición para su percepción. Este planteamiento ha demostrado su total ineficacia en determinadas situaciones, consumiendo ingentes recursos para el control.

Por supuesto, esto no debe ser obstáculo para continuar ofreciendo programas de inserción social en los que pueda trabajarse aspectos previos al empleo. De la misma manera que cabría la posibilidad de reorientar los recursos existentes de servicios sociales, para promover entrevistas de motivación desde un punto de vista del acompañamiento social y no sólo exigir a las personas participantes evidencias de estar realizando una búsqueda activa de empleo, mediante sellos, certificados o notas de empresas o agencias de colocación que no conducen a ninguna parte, salvo acrecentar la frustración de muchas de estas personas. Si centramos el foco en la entrevista de motivación, podremos derivar a las personas a los recursos más adecuados y desde su libre aceptación.

En segundo lugar, el dinero invertido en procesos formativos destinados a estos colectivos, podría invertirse en otro tipo de actividades que, a priori, podrían tener un mayor éxito.

Sería interesante explorar la posibilidad de generar actividades ocupacionales o protegidas de carácter opcional, pensadas para personas muy alejadas del empleo. Se trataría de actividades que no generan una actividad económica y, por lo tanto, no requieren de una productividad, aunque fuese mínima, como sí lo requieren las empresas de inserción o los centros especiales de empleo, destinados a colectivos con un nivel competencial más cercano al empleo y que claramente pueden optar al empleo normalizado, tras un itinerario de acompañamiento.

¿Qué cuestiones consideramos que serían necesarias para definir y plantear este tipo de alternativas o programas?

  • Las actividades deberían enmarcarse desde un punto de vista comunitario, como aportación a la comunidad.
  • Para poder abordar estas actividades sería necesario regular una nueva figura o ampliar la normativa de las empresas de inserción o centros especiales de empleo, ya que estas nuevas actividades estarían dirigidas a colectivos que todavía no han alcanzado un nivel competencial adecuado, ni siquiera para las actividades económicas que desarrollan empresas de inserción y centros especiales de empleo.
  • La participación en dichos programas supondría el cobro de una prestación económica, de tal manera que pudiese complementar las que ya percibiesen las personas participantes e incrementar su nivel de ingresos. Éstas podrían ser perceptores del Salario Mínimo Vital o de una renta básica, si llegase a implantarse. Una vez la persona se desvinculase de la actividad, volvería a percibir únicamente el importe del ingreso mínimo de inserción o renta básica.
  • Las jornadas de actividad podría adaptarse al perfil de la persona, no siendo necesaria su estructuración como en el modelo de contratación laboral. Habría que articular el sistema de permisos, absentismo y desvinculación.
  • La actividad se dotaría con el acompañamiento de itinerarios individualizados de inserción que pudiesen provocar cambios y elevar los perfiles competenciales de las personas participantes, permitiéndoles a acceder a recursos de mayor exigencia, como las empresas de inserción o el propio mercado laboral.
  • Será necesario debatir la obtención de recursos para financiar el desarrollo de estos programas. Puesto que se conciben como actividades protegidas y sin actividad económica (evitando la competencia con el mercado), deberían financiarse con fondos públicos y con la colaboración de fundaciones o el sector privado.
  • La gestión podría abrirse a la participación de entidades sociales con experiencia en el acompañamiento de itinerarios de inserción.
  • También cabría pensar si estas actividades podrían ser computables para la jubilación, con un régimen especial de la seguridad social.

Como conclusión podríamos decir que esta fórmula apuesta por el aprendizaje activo y desde la experiencia, dándole a ésta un realce mucho mayor que en los procesos formativos tradicionales, simplemente basados en prácticas no laborales.

Sería una vía de participación para las personas que están excluidas del mercado laboral y una oportunidad para adquirir competencias que, quizá en un futuro, les permita acceder a un empleo normalizado.

Y las actividades que será necesario identificar y articular, se enmarcarían en el concepto de trabajos en beneficio de la comunidad.

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