Construyendo identidades

La identidad es un conjunto de rasgos característicos de la persona, condicionada por sus creencias y que moldea elementos de su esfera conductual como la autoestima o la motivación. La identidad no es algo inamovible, una vez que se define, sino que es de carácter evolutivo y, por lo tanto, se puede modificar a partir de las experiencias personales o de la imagen que percibimos de nosotros mismos en los demás.

La identidad nos define, pero a su vez se construye a partir de nuestras experiencias y del lugar que ocupamos en el mundo. Por ejemplo, el trabajo o nuestra profesión son un elemento importantísimo de nuestro concepto identitario. Cuando conocemos a alguien, normalmente, preguntamos su nombre, su origen, pero en tercero o cuarto lugar intentamos averiguar su trabajo o profesión. Esto nos ayuda a ubicarnos socialmente respecto a esa otra persona. Por lo tanto, carecer de trabajo o profesión influye notablemente en la definición de nuestro autoconcepto.

¿Pero sobre qué bases promovemos la construcción de nuestras identidades? ¿Nuestra identidad tiende a sustentarse exclusivamente en conceptos ideológicos (del mundo de las ideas) de pertenencia a determinados grupos o colectivos con los que nos identificamos (nación, equipo de futbol, etnia, religión, grupo político, minorías sociales “oprimidas”, …)? o por el contrario ¿nuestra identidad se sustenta en valores universales característicos del ser humano y que le ayudan a desarrollarse manera libre y armónica con su entorno y como sociedad.?, independientemente de lo hostil que pueda ser dicho entorno.

En el primer caso, podríamos encontrarnos con personas cerradas en sí mismas, tendentes al enfrentamiento o la exclusión, a vivir desde una perspectiva defensiva o de confrontación, inflexibles o con poca capacidad de diálogo.

En cambio, la segunda opción ayuda a generar actitudes de apertura, de comprensión y diálogo con lo diferente, personas que optan por la construcción colectiva, antes que elegir el enfrentamiento. Y, por supuesto, sin ser un obstáculo su identidad conformadora para profesar una religión, sentirse parte del devenir histórico de un pueblo, afiliarse a un partido o animar a su equipo de futbol favorito.

Resulta fundamental en los procesos de inserción trabajar la identidad y el sentimiento de pertenencia en las personas que participan en ellos. Sin embargo, ¿cuál es el mejor enfoque para conseguir que una persona se identifique con una comunidad y se sienta vinculada?

La clave estaría en fomentar identidades que cultiven actitudes y comportamientos acordes con valores positivos como la libertad, el respeto, la solidaridad, el servicio, la entrega, el compromiso, valores conformadores del núcleo duro (cuore) de nuestra identidad y que nos definen desde dentro. No es necesario que las tengamos todas, cada persona se hará fuerte sólo en algunas de ellas y serán los demás los que validen dicha identidad: “esta persona es especialmente amable”, “qué capacidad de servicio tiene Antonio”, etc. En cambio, las identidades basadas en la ideología (el mundo de las ideas), normalmente nos configuran desde fuera y manifiestan poca flexibilidad, intransigencia y nula adaptabilidad al contexto: “éste es un catalanista hasta las cejas”, “es imposible hablar con María, todo lo interpreta como feminista”, “es absolutamente intransigente, se cree a pies juntillas la doctrina del partido”, etc.

Sería una apuesta por crecer como personas integras y coherentes que ponen por encima de cualquier otro rasgo identitario, los supravalores que definen la humanidad actual. Personas solidarias, comprometidas, colaborativas y que trabajen por construir una sociedad mejor.

Por ello, deberíamos plantearnos seriamente a la hora de abordar procesos educativos con niños y jóvenes, pero también con personas adultas, cómo promover identidades sanas y deconstruir identidades limitantes.

Estudios psicológicos como el de Leon Festinger pone de manifiesto que “un hombre con una convicción es un hombre difícil de cambiar”. En la esfera de lo práctico, las personas somos bastante flexibles. En cambio, cuando nuestras creencias políticas, ideológicas o religiosas se ponen en juego es el empecinamiento el que se apodera de nosotros. Optemos por empecinarnos en ser solidarios, comprometidos, serviciales antes que definirnos exclusivamente como españoles o catalanes, homosexuales o heterosexuales, hombres o mujeres, culés a muerte o los guardianes del islam.

Seguro que ya nos habremos imaginado múltiples acontecimientos o tendencias que estamos viviendo en esta convulsa etapa de nuestra historia, fruto, entre otras cosas, del auge de identidades limitantes: la vuelta a los nacionalismos, el proteccionismo económico, el Brexit, los enfrentamientos políticos e ideológicos, los integrismos religiosos, las bandas juveniles violentas, la violencia en el deporte, el creciente rechazo al diferente, el surgimiento de grupos y tribus, etc.

Varios autores coinciden al afirmar que, en épocas de crisis, resurgen con fuerza los identitarismos o lo que es lo mismo, la necesidad de reforzar identidades que sostengan a las personas o los grupos sociales ante la inestabilidad de un proceso de cambio. La identidad no es negativa, el identitarismo sí, porque deriva en tribalismo (corporativismo social).

Juan Soto Ivars, en su ensayo ‘La casa del ahorcado: cómo el tabú asfixia la democracia occidental’, pone de manifiesto cómo en la actualidad están resurgiendo las tribus, dándose un enfrentamiento entre las mismas, una pelea por alcanzar el reconocimiento de la sociedad desde el victimismo. Todo ello fruto de la necesidad de reforzar identidades en un mundo donde hace aguas cualquier anclaje del pasado.

También el filósofo Daniele Giglioli, en ‘Crítica de la víctima’, evidencia la necesidad que se da hoy en día de reafirmar identidades con posturas victimitas, convirtiéndose el lamento en refugio de muchos para alcanzar reconocimiento, sin implicarse en los cambios. Así, hace un llamamiento a abandonar el victimismo para poder escucharnos y construir una nueva realidad. El victimo se centra en lo que soy en lugar de lo que hago, para poder alcanzar mis objetivos. El camino más fácil para alcanzar logros es conseguir ser reconocido como víctima. El victimismo tiene como alimentos el individualismo y el narcisismo. La cultura individualista y narcisista propia del neoliberalismo, conduce a este victimismo cultural que elude cualquier tipo de responsabilidad.

Este autor afirma que uno de los fenómenos fruto de esta cultura es el surgimiento de los nacionalismos elitistas, no sólo en España sino en toda Europa. Dice Giglioli, «activismo identitario que infantiliza a las minorías», siendo otra manifestación de éste, las políticas populistas en América Latina, Europa o EEUU.

Sin embargo, quizá no sea necesario dejar de lado el ser para centrarnos en el hacer, sino que modificando nuestro yo desde los planteamientos anteriormente expuestos, podemos conseguir, a su vez, transformar nuestras acciones, porque nuestra identidad nos empujará al compromiso, a la solidaridad, a la colaboración. Ser y hacer son la cara de una misma moneda. El narcisista individualista que se cree el ombligo del mundo caerá en la inacción inevitablemente, porque siempre la responsabilidad, según él, es de los demás que no le reconocen como persona y en todo caso actuará sólo a favor de sus intereses. De ahí el surgimiento de un activismo victimista o la violencia tribal contra todos o, al menos, contra el enemigo.

Otra perspectiva que impulsa identidades narcisistas es el relativismo. Relativismo que también adquiere protagonismo en épocas de crisis estructurales, donde acaban cuestionados los valores del propio sistema político, económico y social. Épocas donde los anclajes y los acuerdos sociales saltan por los aires.

Por ejemplo, el filósofo y antropólogo Iñaki Domínguez, nos habla del relativismo actual, en ‘Homo relativus’. Según este autor el relativismo ha pasado a dominar todas las esferas de nuestra vida, en los últimos años.

El relativismo afecta a la conducta. Este proceso nos hace pensar que está en nuestras manos la capacidad de autodefinirnos, de asir la realidad desde nuestro punto de vista, decidimos en cada momento cómo interpretar la realidad y a nosotros mismos, pero esto es un espejismo. Las decisiones de quienes somos en realidad y de las dinámicas sociales en las que nos vemos envueltos, se están configurando fuera de nosotros mismos (marketing, publicidad, tendencias, modas, etc). Se trata de un engaño ideológico, ya que mientras sobrevaloramos nuestras decisiones, nuestra manera subjetiva de interpretar el mundo, los grupos de poder se apropian de la realidad objetiva.

Como decíamos, la construcción de estas identidades relativas y narcisistas surgen de un entorno en crisis, cuanto más precaria es nuestra realidad, desde el punto de vista económico, social, en el empleo, más precaria se convierte nuestra identidad, impulsada por un desarraigo creciente, y el relativismo nos ayuda a creer que podemos construir nuestra propia identidad, pero apoyada en el mundo del yo ideal (narcisismo), ya que hemos perdido el control del mundo objetivo.

De ahí podríamos decir, como sugiere Domínguez que, en este momento, hay una explosión de identidades sexuales, de identidades nacionales, propuestas espiritualistas e integrismos sean de la índole que sean.

Un escaparate de este creciente narcisismo serían las redes sociales, en ellas se tiende a plasmar las identidades idealizadas. Nos creemos nuestra identidad virtual que no deja de ser un yo idealizado, porque lo que busca es el reconocimiento público. Y esta identidad idealizada nos exige una constante atención y exigencia, es necesario cuidarla a través de selfis, fotos, vídeos, posts, etc. Por ello, acabamos descuidando nuestra identidad real y el propio contacto con la realidad, con esas personas que conforman la realidad tangible. Y es aquí que descubrimos el abandono del otro, no nos interesa en sí, salvo para reafirmar nuestra identidad virtual a través de likes. La identidad idealizada subordina al otro a nuestros propios intereses o deseos. Incluso perdemos las capacidades de relación, de empatía, de escuchas y, por lo tanto, nuestras competencias básicas se ven resentidas.

La identidad idealizada se construye gracias a la prevalencia del deseo. Cuando nuestra motivación es alimentada de forma predominante por el deseo, se produce un choche con la realidad y, si hemos perdido determinadas competencias básicas por la falta de consciencia y contacto con la realidad, encontraremos serias dificultades para resolver los dilemas o las contradicciones de la vida cotidiana. La tolerancia a la frustración disminuye hasta desaparecer.

¿Cuántas veces nos hemos encontrado con personas en los itinerarios de inserción social y laboral en las que su capacidad de frustración era mínima y, por ende, su capacidad de adaptación, crecimiento y de integración acaban manifestando numerosas dificultades?

Porque al final, una identidad mal asentada tiene consecuencias en todas las facetas de la vida cotidiana, incluido el entorno laboral. ¿Cuántos currículos hemos recibido cuya fotografía era un selfi o una pose, incluso de fiesta?, ¿Con cuántas entrevistas de trabajo nos hemos encontrado en las que la persona entrevistada era incapaz de reconocer tres virtudes suyas?, salvo las frivolidades reconocibles en su yo idealizado y construido a través de las redes sociales.

Por ello, se hace inaplazable trabajar todas estas cuestiones en los procesos de inserción social y laboral, fomentando el autoconocimiento y la autoconciencia, porque ello redundará no sólo en los procesos de inserción de las personas, sino en el propio entorno laboral.

Una identidad basada en valores interiores compartidos, podría resultar sumamente positiva para el actual concepto de trabajo. Hoy se habla de trabajadores líquidos, no en el sentido de precariedad, sino de flexibilidad y polivalencia, que independientemente de su formación, son personas capaces de afrontar distintas actividades con éxito, desdibujándose cada vez más las fronteras entre titulaciones y perfiles profesionales, puesto que sus competencias van a estar configuradas por una serie de valores que impulsan la creatividad, la colaboración, el diálogo, la aceptación, etc., y no por ideologías cerradas y centradas en la defensa de sus propios intereses.

Las personas trabajadoras con una identidad radicada en valores, podrían desarrollar más fácilmente competencias, actualmente muy valoradas, como la curiosidad por aprender, la colaboración, la orientación al diálogo, el trabajo en equipo, el disfrute en el trabajo, la toma de decisiones basada en el análisis, etc.

De esta manera, una identidad conformadora enraizada en valores interiorizados por la persona, le permitirá, entonces sí, construir su marca personal con coherencia y potencialidad en las redes sociales.

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